Hay una documentada descripción de la matanza de los caciques indios de Jaragua, a instancias del comendador de Ovando, hombre cruel a quien obsesionan ideas todavía feudales (recordemos que los hechos referidos en la obra suceden entre 1503 y 1533).

En ese tiempo, Guarocuya es apenas un niño, descendiente del cacique de la isla La Española, que vive al lado de su tía Higuemota (doña Ana, viuda de Guevara), madre de Mencía.

Una tarde, pocos días después del brutal exterminio, se presenta ante doña Ana su primo Guaroa, quien quiere llevarse al niño a las montañas para que crezca libre y señor de su pueblo.

El intrigante Pedro de Mojica notifica al comendador de Ovando la desaparición del niño para desacreditar a doña Ana y apoderarse de su fortuna, pero el comendador protege a la mujer.

De todos modos, Ovando manda una expedición para combatir a Guaroa.

Bartolomé de las Casas trata de impedir el derramamiento de sangre, pero su intento fracasa y poco después recibe noticias de la muerte de Guaroa.


Llevan entonces al niño Guarocuya con los frailes del convento de la Vera Paz, donde lo bautizan con el nombre de Enrique y recibe educación.

Mientras tanto, en España, don Diego Colón lucha por el reconocimiento de sus derechos ante la corte.

Lo logra y, luego de casarse con doña María de Toledo, viaja a la isla La Española con el título de virrey, y Ovando regresa a España después de exterminar buena parte de la población indígena.

En la isla, el virrey y su esposa atestiguan la historia de amor entre Juan de Grijalva y María de Cuéllar, así como la desesperación de ambos porque ella está comprometida en matrimonio con Diego de Velázquez.



Poco tiempo después de estos sucesos, empiezan a manifestarse algunas acciones en favor de la libertad de los indios, sobre todo cuando en una misa fray Antonio de Montesinos sube al púlpito y pregunta a los encomenderos, a las autoridades y a los principales vecinos de Santo Domingo:

"¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas habéis consumido, con muertes y estragos nunca oídos?"

Durante otra misa, Montesinos vuelve a expresar sus principios y ratifica aún con mayor fuerza y elocuencia innumerables anatemas contra los opresores.

Finalmente declara que la comunidad de los dominicos ha resuelto negar los sacramentos a los encomenderos, cual si fueran salteadores públicos y homicidas.
Fray Antonio de Montesinos no se conforma con condenarlos, también ante el rey hace gestiones cuyo resultado es la promulgación de las Ordenanzas de Burgos para mejorar las condiciones de los indígenas.

Enriquillo, mientras tanto, debe vencer los obstáculos interpuestos por don Pedro de Mojica, pero al fin puede casarse con Mencía.

Al poco tiempo, muere don Francisco de Valenzuela, protector de Enriquillo, y el hijo de aquél, Andrés, llega a poner los ojos en la esposa del indio y, para librarse de éste, lo somete a la humillante condición de encomendado.

Andrés de Valenzuela trata además, en complicidad con Mojica, de infamar el buen nombre de Mencía. Enriquillo apela en vano a la justicia de San Juan de la Maguana.

Luego demanda amparo y desagravio en Santo Domingo, pero tampoco allí le hacen caso. Falto de apoyo porque fray Bartolomé de las Casas se halla en España, decide hacerse justicia por su propia mano.

Secundado por su tribu, se levanta en armas en la sierra del Bahoruco, lugar de sus antepasados. Se le unen y le siguen otros indios que llegan de todos los rincones de la isla para pelear junto a él.

Y así, durante más de trece años, Enriquillo se mantiene en rebeldía, hasta que al fin Carlos V, en 1533, reconoce como justas sus demandas, y mediante una carta le concede el perdón, la libertad para los alzados y el derecho a establecerse con sus vasallos en un lugar de la isla Boyá y sus alrededores, donde podrá ejercer su señorío e imperio.