El narrador, que se describe como médico, escribe la carta supuestamente a bordo de un barco en el mar de Río de Janeiro, con fecha del 12 de febrero de 1911.

Va dirigida a Francinette (“Francy”), su novia francesa, a quien había abandonado pocos días antes de realizarse la boda, tras enterarse que ella había sido antes novia de Henri d’Herauville, un novelista francés que había desaparecido misteriosamente en un viaje que realizara a un país de América (¿Perú?), hacia donde fue para conocer las ruinas de una vieja ciudad colonial (la “Ciudad Muerta”).

El narrador explica a Francy el motivo que tuvo para tomar tan amarga decisión de abandonarla, pese a que aún la quería, y su relato constituye el núcleo narrativo de la novela.

Sucedía que el nombre de Henri d’Herauville pertenecía al pasado de ambos, un recuerdo penoso que cada uno creía ya superado, aunque al momento de comprometerse en noviazgo lo ignoraban.

El médico había conocido tiempo atrás a D’Herauville, cuando trabajaba como oficial de sanidad en el puerto de C””, recibiendo a los buques que entraban en la rada.

Buena parte de los visitantes solían ser turistas extranjeros que venían a conocer las ruinas de una antigua ciudad colonial, la “ciudad muerta”, que se extendía cerca del puerto, a tres kilómetros del mar.

Unos de esos viajeros ansiosos de visitar ese antiguo asentamiento era D’Herauville, quien se hizo amigo del médico y le pidió que fuera su guía en su visita a la “ciudad muerta”, conduciéndole hasta sus subterráneos, de los cuales se contaban muchas historias fantásticas.

Al principio el médico se negó, recordándole que anteriormente hubo casos de visitantes osados que se adentraron en las ruinas y de los que no se supo más.


Ilustración de Valdelomar para “La ciudad muerta”.

La señora Bretigne y sus dos niñas. En la revista Ilustración Peruana, abril de 1911.
Le contó, por ejemplo, un caso del que había sido testigo, protagonizado por Rosso Benedetti, un pintor saboyano, quien llevaba siempre consigo una pequeña escultura en madera de la Virgen con el niño, del siglo XVI. Rosso se metió por un pozo situado en la antigua plaza principal de la ciudad y no volvió a salir.

El médico, consternado, solo pudo escuchar en el suelo unos golpes sordos que venían del seno de la tierra, como si Rosso, perdido en el interior, pidiera ayuda.

Pero el médico no tuvo el valor de ir a buscarlo, y esto le produjo una terrible desazón y un complejo de culpabilidad. Años después, hallándose en la playa junto a la señora Bretigne y sus pequeñas hijas rubias, Claudine y Fiorenze, una de las niñas se le acercó aterrada y llorando, diciendo que había visto un horrible animal;

al principio el médico pensó que se trataba de un simple ataque de nervios, pero luego se horrorizó él mismo cuando vio que la niña cogía en una de sus manos la estatuilla de madera de Rosso. ¿Habría acaso bajo la superficie de la ciudad muerta un conducto o río que lo conectaba con el mar? Todo ello era perturbadoramente misterioso.

Sin embargo ninguna razón sirvió para hacer desistir a D’Herauville de su proyecto de bajar por los subterráneos de la ciudad muerta. Ni siquiera cuando el médico se explayó en una teoría “científica” sobre las “localizaciones cerebrales”, que trataba de explicar la razón por la que una persona que se adentraba a los subterráneos no podía orientarse y terminaba perdiéndose en los laberintos de aquel inframundo.

Resignado pues, el médico accedió acompañar a D’Herauville. Era medianoche y con luna llena cuando pusieron en marcha el plan. D’Herauville llevó consigo dos kilómetros de cuerda resistente;

su plan era atarse la cuerda y bajar por el pozo o abertura grande situada en la antigua plaza, mientras afuera le esperaría el médico sujetando el otro cabo de la soga. Pasado algún tiempo, el médico sintió que la cuerda era jalada insistentemente, como si D’Herauville pidiera ayuda;

pero, nuevamente como había sucedido con Rosso, no tuvo el valor para ir en busca de su amigo, y al final, con horror sintió escabullirse definitivamente la cuerda de sus manos, sin atinar a hacer nada.

Terriblemente conmovido y afectado, atribuyó la culpa de la desgracia a la luna y su influencia maligna en los seres vivos, y textualmente le dice en la carta dirigida a Francy: “Perdóneme Ud., Francinette, culpe Ud. a la luna; Henri d’Herauville, su amigo de la infancia, su novio, mi compañero, mi queridísimo Henri, había desaparecido para siempre.”

Luego de dar vueltas completamente aterrado a lo largo y ancho de la “ciudad muerta” el médico retornó al puerto. Al día siguiente, y a manera de cerrar esa página tan dolorosa, se embarcó y se mudó a la ciudad de M", donde tiempo después conocería a Francinette, sin saber su vínculo con D’Herauville. Cuando se enteró de ello, en vísperas de su boda, fue como si los fantasmas del pasado volviesen para atormentarle.