Una epidemia de tifus había aniquilado al pueblo de Sayla, el cual era aledaño al pueblo donde vivía Arguedas. 

A los pocos días el tifus atacó al otro pueblo y, los cortejos fúnebres se hicieron muy frecuentes. Los indios cargaban a los muertos en unos féretros toscos donde muchas veces los brazos del cadáver sobresalían por los bordes. 

Las mujeres seguían el cortejo llorando a gritos y cantando el ayatanki, que era el canto a los muertos.  El pueblo fue aniquilado, llegaron a cargar hasta tres cadáveres en un féretro.  Adornaban a los occisos con flores de retama, pero, en los días postreros, las propias mujeres ya no podían ni llorar ni cantar bien por estar roncas e inermes. 

Tenían que lavar las ropas de los muertos para lograr la salvación: la limpieza final de todos los pecados.  El panteón era un cerco cuadrado y amplio; antes de la peste estaba cubierto de vegetación, cantaban los jilgueros, y al mediodía las flores de retama exhalaban perfume. 

RESUMEN LA MUERTE DE LOS ARANGO - Jose Maria ArguedasPero en aquellos días del tifus desarraigaron los arbustos y los quemaron para sahumar el cementerio.  El panteón perdió así toda su belleza. Muchos vecinos importantes del pueblo murieron. 

Los hermanos Arango que eran ganaderos y dueños de los mejores campos de trigo, no pudieron librarse del trágico sino que les esperaba. 

Don Juan, moreno, alto y fornido, no pudo resistir al tifus y, después de doce días de fiebre, murió a los treintaidós años, perdiéndose con él la esperanza del pueblo, ya que había prometido comprar un motor para instalar un molino eléctrico y dar luz al pueblo, hacer de la capital del distrito una villa moderna, mucho mejor que la capital de la provincia. 

Todos lo lloraron en la puerta del panteón.  Cuando iban a bajar el cajón a la sepultura, don Eloy, su hermano, le prometió que en un mes estarían juntos.  El destino adelantó la fecha y antes de los quince días moría don Eloy. 

Muchos niños de la escuela, decenas de indios, señores y otras personas importantes, caían diariamente víctimas de la insaciable epidemia, a pesar que algunas beatas viejas, acompañadas de sus sirvientes, iban a implorar en el atrio de la iglesia. 

Una mañana, don Jáuregui, el sacristán y cantos, entró a la  plaza tirando de la brida al caballo tordillo del finado don Juan. 

Don Jáuregui hizo dar vueltas al tordillo en el centro de la plaza, y luego de darle de latigazos y hacerlo parar en las patas traseras, gritó con su voz delgada, tan conocida en el pueblo que el tifus estaba montado en ese caballo y que había que cantarle una despedida. 

El caballo corría espantado por la indiada, y cuando llegaron al borde del precipicio de Santa Búgida, junto al trono de la Virgen, don Jáuregui cantó en latín una especie de responso junto al “trono” de la Virgen, luego se empinó y bajó el tapa ojos de la frente del tordillo, para cegarlo. 

Le dio un latigazo y el tordillo saltó al precipicio; su cuerpo choco y rebotó muchas veces en dos rocas.