A orillas del lago Titicaca dos jóvenes aymaras, de la hacienda de los Pantoja, se comprometen en matrimonio. Ella, Wata Wara, es una linda pastora; él es pescador y se llama Agiali.

El prometido informa a su novia que debe emprender un largo viaje rumbo al valle, con el fin de comprar semillas para la hacienda del patrón y vender sus propios productos. Agiali y sus compañeros no desconocen los peligros del camino; de hecho, saben que la encomien¬da del patrón representa un castigo.

Al amanecer del día siguiente, los viajeros inician su marcha rumbo al valle. Entre burros y mulas llevan doce bestias. Al poco tiempo, el paisaje comienza a cambiar, les salen al encuentro otros follajes, otra naturaleza, nuevos frutos que les despiertan gula y codicia.

Así, el camino se les ofrece como un regalo para deleite de sus sentidos. "Enjambres de aves de brillante y encendido plumaje picoteaban, entre silbos y trinos, la cosecha de los árboles.

El aire era tibio, a pesar de que el sol no doraba aún la playa, y en el alfoz de los cerros crecían enormes algarrobos de tronco atormentado." Pero la natura¬leza es inclemente con los hombres; un día, Manuno, el infortunado compañero de Agiali, perece al querer salvar la vida de su asno.

Las impetuosas olas del río lo arrastran entre lodo, agua y piedras.

Los aymaras, fatigados, enfermos, con sus bestias inservibles, regresan al altiplano, a su yermo natal, también de espléndidos paisajes.

Al llegar, Agiali se entera de cómo, durante su ausencia, Wata Wara fue violada por Troche, el mayordomo.

Sin embargo, la toma por esposa luego de que ella aborta el fruto del abuso.

Choquehuanka, de quien apenas teníamos noticias en la primera mitad de la historia, cobra ahora gran importancia.

Es consejero, astrónomo, curandero, adivino y algunos lo tildan de hechicero.

Agudo y perspicaz, de mirada escrutadora y penetrante, Choquehuanka sabe lo que pasa en el corazón de los hombres.

Posee la sabiduría y prudencia para contener la indignación de los aymaras por los ultrajes que les infligen los poderosos.

Además, la inclemencia de la naturaleza con sequías y tormentas agudiza el hambre, la muerte, la desesperación. Todo contribuye a grabar en los indios un fatalismo secular. "Nuestro destino es sufrir", dice uno de ellos.

Para colmo, quienes alguna vez fueron sus hermanos de raza, son ahora serviles instrumentos de los blancos. El clero también es responsable y con¬tribuye a la expoliación; sabe aprovecharse de las circunstancias y sus miembros llevan una vida holgada.

Un día, Pantoja y sus amigos sorprenden a la joven esposa de Agiali y, para gozarla entre todos, la llevan hasta una cueva donde, según los indios, vive el diablo. Ella, ágil y robusta, se defiende con uñas, dientes y pies.

Pero, poco después Pantoja y sus amigos salen de la cueva limpiándose la sangre de cuerpos y ropas. Habían matado a Wata Wara.

Cuando Agiali encuentra el cadáver de su esposa, regresa deses¬perado a casa de Choquehuanka y le cuenta lo sucedido. El viejo indio convoca a su gente.

La muchedumbre indígena que vive y traba¬ja en la hacienda, antes resignada, sufrida, vencida, esa "raza de bronce" por el color de su piel y por su temple endurecido con tanto resistir, ahora se rebela y subleva.

El estallido de la rebelión es aterrador. Los indios destruyen, incendian, matan. No importan las consecuencias ni lo que venga después.

La acción se reparte entre el valle y el altiplano, con excelentes descripciones de paisajes que enmarcan leyendas, supersticiones, costumbres y sufrimientos ancestrales.